El Consejo Federal de Educación declaró el aprendizaje de programación
como una herramienta de importancia estratégica; se enseñará en el
primario y secundario; crearán una red de escuelas en las que se
programa
El Consejo Federal de Educación declaró el
aprendizaje de programación como una herramienta de "importancia
estratégica para el sistema educativo argentino", que será enseñada
durante el ciclo de escolaridad obligatoria.
Se resolvió el 12 de este mes, pero hoy se publica la noticia en Program.ar, el sitio de la iniciativa nacional para enseñarle a los chicos a desarrollar software, a la que luego se sumó el Gobierno porteño con su propio esquema de enseñanza de programación. Y se complementa con algunos planes de enseñanza de rudimentos en programación como forma de inclusión social, o con la distribución de kits de robótica en las villas.
Así, la resolución 263/2015
, que lleva la firma del ministro de Educación Alberto Sileoni, y del
secretario general del Consejo Federal de Educación, Tomás Ibarra,
encomienda la creación del Plan Nacional de Inclusión Digital Educativa,
que organice, con los ministerios de Educación provinciales, una "Red
de escuelas que programan" para las escuelas estatales primarias y
secundarias (que detallan en el anexo a la resolución).
La red comenzará con una experiencia piloto en todo el país con la participación inicial de 300 escuelas públicas; como aclaran en Program.ar, primero se apuntará a la formación docente para contar con suficientes profesores para dictar estos cursos.
Una manera de convertirnos en ciudadanos digitales
Mi
primer contacto con la programación fue en 1967, cuando mi padre trajo
al país una computadora para hacer composición tipográfica en frío y
reemplazar las tóxicas linotipos. Era una mole dos veces más grande que
una heladera, pero tenía apenas 4 KB de memoria RAM (un millón de veces
menos que una notebook). La informática estaba en pañales y todavía no
había nacido Arpanet, la predecesora de Internet.
Sin embargo,
aquél dinosaurio electrónico me enseñó una lección disruptiva: antes de
cumplir los 8 años ya sabía que las computadoras podían programarse. Al
revés que a un martillo o a una bicicleta, era posible enseñarle nuevas
destrezas, nuevos trucos. De hecho, vi a mi padre afanarse durante meses
con un lenguaje arcaico y abstruso para que esa máquina aprendiera a
silabear en español. Nos mudamos en medio y pasó al menos todo 1968
antes de que esa nueva tecnología (la fotocomposición) funcionara de
manera aceptable; sólo en la década del '70 logró desplazar a las
linotipos. La mayoría de los detalles se han borrado de mi memoria, pero
recuerdo la cerosa cinta amarilla que salía de esa máquina y los
voluminosos manuales en los que, como si fueran diccionarios, se
listaban las palabras reservadas. No podía entender nada de todo eso
(porque, además, ni siquiera estaba en español), pero el concepto de la
programación quedó grabado en mi mente.
Hacia 1975, las
calculadoras de bolsillo ya habían sido admitidas en algunos colegios
secundarios como ayuda para los exámenes, pero con una condición: no
debíamos programarlas. Increíble. Ese fue el año en que se fundó
Microsoft. Al año siguiente nacería Apple.
La nueva alfabetización: enseñarán programación en los colegios públicos, por Guillermo Tomoyose
En
rigor, casi nadie sabía que esas calculadoras se podían programar, ni
cómo hacerlo, pero, por si acaso, nos obligaban a atravesar un rito que
me sabía a medieval. Antes de cada examen debíamos alzar las
calculadoras para que el profesor verificara que estaban apagadas. De
ese modo, cualquier programa grabado en la memoria se borraría.
Gracias
a mi temprana experiencia con las computadoras, me puse a experimentar y
descubrí que, en efecto, se podían escribir programas para resolver
algunos de los problemas que nos planteaban en las pruebas. A
escondidas, pensando que estaba haciendo trampa, aprendí a programar en
un BASIC muy rudimentario. De nuevo, todo el secreto estaba en los
manuales, que ahora habían reducido su tamaño. Típico de la informática.
Sin proponérmelo, estaba adquiriendo destrezas que se probarían
cruciales en el futuro.
En esos años de mi adolescencia, llegó a
mis manos una HP-65. Esa calculadora permitía guardar los programas en
pequeñas cintas magnéticas, algo así como las bisabuelas de los
diskettes. De modo que luego del ritual medieval, volvía cargar mis
programas y los usaba para verificar los resultados de mis cuentas. Muy
pronto, la clandestina HP se volvió muy popular. Así que sí, podría
decirse que mi primera actividad relacionada con las computadoras fue la
distribución de software ilícito. Hablando en serio, esa práctica me
enseñó una nueva lección: el código es poder. Con una cinta magnetizada
que contenía un programa había desactivado el truco de los brujos de la
tribu, que creían haber domado al demonio de las máquinas pensantes.
Muchos
años después, cuando empecé a escribir sobre nuevas tecnologías, la
transición fue sencilla. Sólo tuve que ponerme al día con los nuevos
lenguajes y estilos de programación. Nunca pretendí dedicarme
profesionalmente al código, y nunca lo hice, pero me entretuve muchas
horas con eso. Como sabe cualquier desarrollador, programar es muy
adictivo. Lógico. Estimula el intelecto en casi todos los aspectos.
Requiere creatividad, orden, claridad, capacidad de planificar, pasión
por resolver problemas, mucha atención y una lógica implacable.
Programar es una magnífica manera de aprender a pensar.
Ciudadanía digital
Pero
hay algo más. Vivimos en un mundo mediatizado por computadoras.
Prácticamente todo lo que hacemos requiere de la informática. Llevamos
cerebros electrónicos en nuestros bolsillos y 3000 millones de personas
están conectadas a Internet, en la que todas esas máquinas conversan a
velocidades inconcebibles sin que siquiera las oigamos, y lo hacen de la
forma en que fueron programadas. La PlayStation 4 (que, por supuesto,
es una computadora) puede hacer en un segundo tanta aritmética que a
nosotros nos llevaría 63.000 años resolverla con lápiz y papel.
En
un mundo así, la programación es una nueva lectoescritura. Si leer y
escribir es condición indispensable para comprender el mundo y para
estudiar todas las demás destrezas (incluida la programación, desde
luego), saber los rudimentos de la programación permite ver a través de
esa maraña de código que al lego lo confunde o lo engaña. La película
"The Matrix" es una elocuente metáfora de cómo cambia nuestra mirada de
un mundo gobernado por máquinas cuando aprendemos a hablar en su idioma.
Y
más: durante 25.000 siglos creamos nuestras herramientas a partir de su
función. Ahora, por primera vez en la historia, hemos dado un giro
copernicano. Inventamos una herramienta -la computadora- que es todas
las posibles herramientas. Depende de cómo la programemos. Sirve para
escribir o para llevar hojas de cálculo, para ver una película, oír
música, hablar por teléfono, sacar fotos, controlar una planta
industrial o navegar por GPS. Una computadora sirve para diseñar una
casa y también para diseñar una nueva computadora. Incluso podemos
programarlas para que emulen cierto grado de inteligencia, lo que es a
la vez formidable y escalofriante. Porque, ¿cómo serían las herramientas
pergeñadas por un intelecto artificial?
Los coches autónomos (o
sea, en los que maneja una computadora) ya están a la vuelta de la
esquina, y se viene la Internet de las cosas, en la que los objetos
cotidianos empiezan a incorporar inteligencia. Es decir, integran un
cerebro electrónico, software y conexión con Internet.
En este
escenario, deberíamos, como mínimo, enseñarles a nuestros hijos a hablar
con las máquinas, a darles órdenes, a entender cómo piensan. No ya a
usarlas a ciegas, sino a controlarlas y a comprender sus fortalezas y
sus debilidades. Quizás muy pocos necesiten escribir código en el
futuro, pero será el primer paso para convertirse en ciudadanos
digitales.